[12 de enero de 2011] Artículo de opinión – BRUSELAS: En los encuentros internacionales sobre los «acaparamientos de tierras» - esto es, la compra o arrendamiento a largo plazo de grandes superficies agrícolas a inversores extranjeros – el debate se ha polarizado en torno a la posibilidad o no de reglamentar esta actividad a escala regional o internacional. No obstante, la comunidad internacional, al contentarse con establecer las condiciones adecuadas para que las inversiones puedan considerarse “responsables”, está obviando los verdaderos desafíos que despuntan ya en el horizonte.
Las adquisiciones de tierras a gran escala han sido objeto de fuertes críticas desde su aparición. Muchos cuestionan la capacidad de los países “anfitriones”, a menudo caracterizados por sus problemas de gobernanza, para destinar el dinero procedente de estas inversiones a la promoción del desarrollo rural y a la reducción de la pobreza. Incluso en aquellos casos en los que las adquisiciones de tierra a gran escala pudieran resultar deseables, especialmente cuando se tratase, por ejemplo, de tierras ‘infraexplotadas’ y difícilmente recuperables sin la intervención de capitales extranjeros, parece seriamente complicado garantizar que tales inversiones acaben beneficiando a todas las partes implicadas.
Si éste fuese el único problema, la solución sería una reglamentación apropiada acompañada de un paquete de medidas apropiado que propiciase la correcta gestión de tales inversiones, pero la realidad es que la gestión adecuada de estas inversiones ni siquiera es la principal de las preocupaciones.
Pues detrás de la proliferación de estas inversiones territoriales se esconde en realidad el siguiente dilema: ¿qué tipo de agricultura queremos promover en el siglo XXI? Ceder tierras a inversores de modo que éstos tengan un acceso privilegiado al capital genera, por cierto, elevadísimos costes de sustitución. Este tipo de explotaciones agrícolas tienen una repercusión menos positiva en lo que a la reducción de la pobreza se refiere que si se diseñasen medidas que mejorasen el acceso de las comunidades locales a la tierra y a los recursos. La contradicción resulta evidente entre la voluntad de ceder tierras a inversores para la creación de grandes explotaciones agrarias y el objetivo de repartir equitativamente la tierra y garantizar un acceso igualitario a la misma; objetivo, éste último, al que los gobiernos se han comprometido en reiteradas ocasiones, incluyendo en la Conferencia internacional sobre la reforma agraria y el desarrollo rural en 2006.
El hambre no es el resultado de una producción alimentaria insuficiente; es el fruto de una pobreza rural y, por ende también urbana, abrumadoras. Cada año, millones de campesinos se ven obligados a abandonar sus explotaciones agrarias para pasar a engrosar los suburbios de las grandes metrópolis. Acelerar la transición hacia una agricultura mecanizada a gran escala lo único que hará será agravar todavía más esta situación. Si seguimos por este camino, veremos cómo se acentúa la competencia, ya de por sí extremadamente desigual, entre las grandes explotaciones industrializadas – capaces, eso sí, de responder a las necesidades del mercado pero con consecuencias sociales y medioambientales nada desdeñables – y las pequeñas explotaciones de las que dependen las poblaciones rurales pobres para su supervivencia. Un cocktail que traerá consigo verdaderas explosiones sociales en las zonas rurales.
Hoy por hoy necesitamos mucho más que una nueva ola de inversiones en agricultura. Necesitamos una visión. La visión de una agricultura capaz de responder al desafío del hambre y la pobreza. No podemos quedarnos quietos al ver cómo se decretan normas que llevan a la destrucción, eso sí “responsable”, del mundo campesino. Las inversiones agrícolas, si queremos que sean verdaderamente responsables, tienen que beneficiar ante todo a los pobres de los países del sur, y no suponer únicamente una transferencia de recursos hacia los países ricos. Una inversión responsable es aquella que frena el hambre y la malnutrición, no aquella que las agrava.
Frente al fenómeno del acaparamiento de tierras, estoy convencido de que hemos reaccionado demasiado despacio y, al mismo tiempo, demasiado deprisa. Demasiado despacio porque las presiones comerciales y la especulación sobre la tierra y sus recursos se han desarrollado a gran escala sin que la comunidad internacional haya sido capaz de reaccionar de manera coordinada. Y, demasiado deprisa, porque hemos centrado nuestros esfuerzos en la necesidad de garantizar que esas inversiones fuesen “responsables”, olvidando que estas inversiones deben considerarse en un contexto mucho más amplio. Las inversiones no son más que una pieza dentro de una visión mucho mayor. Una visión que va más allá de cómo abordamos el acceso a la tierra en la actualidad.
Este editorial fue publicado por en el sitio web International Land Coalition 12 ene 2011